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(Castellano e Galego)

viernes, 27 de mayo de 2011

CAMBIO CULTURAL Y CRISIS DE IDENTIDAD

1. Identidad Cultural

2. Supuestos para pensar la identidad en tiempos posmodernos

3. Transformaciones sociales, movimientos culturales: condiciones de toda creación sociocultural

4. Pertenencia, estima de sí y autonomía

Identidad Cultural

A simple vista, puede percibirse el carácter universalizador del concepto "identidad cultural". Supone, por una parte, una función cuantitativa - respecto del número y variedad de individuos a los que unifica- y, por otra, una función disciplinaria -respecto del rol de las instituciones para producir y conservar discursos de identidad con las reglas de acceso a ellos y las posiciones relacionadas con el hacer y el representar de los individuos en las sociedades.

La forma, tal vez, más evidente en que se muestra la identificación de los individuos con una cultura es en la aceptación de los valores éticos y morales que actúan como soportes y referentes para preservar el orden de la sociedad. Su aceptación y cumplimiento hacen más soportable las tareas que los individuos deben cumplir y, a la vez que conserva a los individuos en el grupo, limita la acción del indiferente y el peligro de los disidentes. En este sentido, se dice que los valores expresan la tensión entre el deseo (del individuo) y lo realizable (en lo social). Tal tensión es productiva mientras los individuos puedan representarse su propia existencia y darse una imagen estable y duradera de sí mismos, lo que es posible con una memoria atenta que reactualice e integre de manera permanente los acontecimientos fundantes de su propia identidad y los proyecte como orientación hacia acciones futuras responsables y creativas.

Esta tensión es inmanente a todo imaginario social, ya que las tradiciones heredadas del pasado y las iniciativas de cambio del presente se expresan en ellos.

La estructura simbólica de la memoria social se encuentra representada en las ideologías. Estas son las que difunden los acontecimientos constitutivos de la identidad de las comunidades, de lo que se desprende su carácter preservante, legitimante e integrador.

"La función de la ideología -dice Paul Ricoeur- es la de servir como posta a la memoria colectiva con el fin de que el valor inaugural de los acontecimientos fundadores se convierta en objeto de la creencia de todo el grupo"

La ideología tiene como contracara la utopía cuya naturaleza cuestionadora denuncia el carácter distorsionador y encubridor de las ideologías triunfantes. "Es la expresión de todas las potencialidades de un grupo que se encuentra reprimido por un orden existente; es un ejercicio de la imaginación para pensar de otra manera la manera de ser del ser social".

No es casual que se las interprete, muy livianamente por cierto, como generadoras de desorden, de sin-sentido y de pérdida de credibilidad en lo fundacional.

El resultado es un ataque deliberado a la diversidad, el silenciamiento de los discursos diferentes con la enunciación ideológica de conceptos pseudouniversales para legitimarse como autoridad, domesticando el recuerdo, creando estereotipos si faltaran y justificando el accionar de la autoridad como garantía de permanencia y continuidad de los valores. Ante la eventualidad de la pérdida del sentido del actuar, la eficacia de la retórica de la ideología es abrumadora porque, como dice Ricoeur, si una sociedad no puede mantenerse sin normas, tampoco puede hacerlo sin un discurso público persuasivo que codifique toda realidad.

Aun siendo tan diferente el accionar de una y otra, lo cierto es que la ideología y la utopía se complementan porque parten del mismo suelo referencial de la identidad cultural, realidad dinámica y no dogmática, por cierto.

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Pero cuando una sociedad se enfrenta ante el desorden, la ineficacia e incomunicabilidad de los valores y la falta de horizonte al carecer de objetivos comunes, se hacen evidentes los síntomas de una crisis de identidad que se manifiesta en todas las instituciones de la cultura: las familiares, las laborales, las políticas, la estatal, las educativas, las religiosas, etc.

Así, hoy nos enfrentamos diariamente al pesimismo, al escepticismo de todas las generaciones que conviven en la actualidad y a la incomunicación existente entre ellas. Falta el discurso vinculante, falta el criterio unificador con que interpretar la realidad, pero, por sobre todas las cosas, falta la voluntad social, comunitaria de hacerlo. Cualquier individuo es prescindible y, lo que es peor aun, como consecuencia de ello, no se sabe a qué grupo se pertenece.

Lo que pudo haber sido utopía para otros, hoy, sencillamente, resulta insoportable. Si la promesa de un tiempo de ocio era entendida como el derecho ganado por la dedicación laboral al progreso de la sociedad en beneficio de las generaciones venideras, hoy se ha convertido en tiempo de desocupación con las consecuencias que se enfrentan a diario: olas delictivas, inseguridad física, angustia ante un futuro y un presente inciertos.

Asistimos a un momento sintomático para pensar las razones de la crisis y para pensar una solución. Es importante, entonces, presentar los supuestos filosóficos de la actualidad y vincularlos con otras transformaciones culturales, al menos cercanas temporalmente, para poder comprender si el concepto de identidad cultural tiene vigencia o si, definitivamente, se ha tornado también él prescindible.

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Supuestos para pensar la identidad en tiempos posmodernos

Se presentan a continuación algunos de los supuestos básicos del pensamiento posmoderno que, en rasgos generales, comparten los pensadores representativos de este período:

- Rechazo ontológico de una subjetividad exclusivamente racional y transindividual a favor de un movimiento de autotrascendencia del sujeto

- Fin de las grandes narraciones y legitimaciones.

- Autonomía y especificidad de los discursos.

- Pérdida de la ilusión y de la necesidad de reconciliación.

- Transformación de los espacios públicos comunes en espacios de tránsito y no de permanencia.

- Consagración del instante.

Esta caracterización muestra una clara oposición al proyecto moderno de cultura (y, con él, un cuestionamiento a la noción de identidad cultural). Lo cierto es que edsto resulta de múltiples transformaciones culturales vividas por Occidente desde mitad del siglo XX. Es momento, entonces, de presentarlas a fin de vislumbrar algunas respuestas posibles.

Transformaciones sociales, movimientos culturales: condiciones de toda creación sociocultural

Pertenecer a un grupo es una de las características de la identidad cultural. En ellos, lo simbólico de las relaciones atraviesa los capilares de la subjetividad hasta conformar la identidad básica de toda cultura: la identidad yo-sujeto que inicia la vinculación del sí mismo con el otro y que, a través de distintas transformaciones, va perfilando esa unidad bipartita con trazos que irán variando según sean los movimientos sociales que se realicen.

Agnes Heller analiza estas transformaciones sociales a partir de la posguerra, lo que permite comprender cómo se fueron dando distintas identidades culturales que son antecedentes y referentes de nuestra actualidad. Las llama: la generación existencialista, la alienada y la posmoderna.

Estas generaciones no compartieron el mismo discurso, sino que, por el contrario, son y fueron generadoras de nuevos significados imaginarios para las formas de vida, es decir, han generado divisiones culturales capaces de perfilar nuevas identidades a partir de la erosión de la cultura de clases.

Respecto de la generación existencialista, dice Agnes Heller, ésta alcanzó su punto álgido en 1950. Surgió enmarcada por las circunstancias de la guerra como una sublevación de la subjetividad contra la vida burguesa, sus normas y ceremonias. Su empeño era el liberarse en lo personal, pero por vía política. La generación alienada tuvo como marco el boom económico de la ideología de la abundancia que combinaba con el compromiso con el colectivismo social que generó múltiples movimientos, ya políticos y económicos, ya corrientes artísticas y conductas sexuales.

Aun así, desde el enfrentamiento contra la cultura positivista de los existencialistas hasta la generación alienada, en las sociedades opulentas existía el convencimiento de la necesidad de los valores comunitarios a pesar de las crisis históricas. Se podía volver a empezar si se vislumbraba un horizonte por construir. Se trataba de cuestionar valores inoperantes, pero no se cuestionaba la necesidad de los valores.

La actualidad, que dentro de esta caracterización responde a la generación posmoderna, sería el resultado de la desilusión de la percepción del mundo de la generación anterior. Su lectura del mundo se sintetiza en el lema "todo vale para todos", y esto, según la autora antes mencionada, es "la rebelión contra la fosilización de las culturas de clase y contra el predominio etnocéntrico de la única cultura correcta y auténtica, es decir, la herencia cultural occidental".

Encontramos, hoy, una sociedad en la que las palabras que son esenciales para pensar la problemática de los valores y de la identidad han perdido el sentido, a saber, justicia, gloria, virtud, razón, responsabilidad. Vivimos, entonces, en un período sin referentes para la acción moral.

¿Cómo pensar la identidad sin referentes históricos y sin la posibilidad de encontrar en las tradiciones el lugar desde donde proyectarse? ¿Cómo hacerlo si la voluntad parece aletargada cuando no lastimada?

Muchos son los factores que han provocado esta situación, entre ellos, el surgimiento de una sociedad de masas cuya psicología es la de la incomunicación "-que no es aislamiento ni soledad-, la de su adaptabilidad, la de su excitabilidad y carencias de normas, la de su capacidad de consumo, unida a su incapacidad de juzgar o, incluso, distinguir, y, sobre todo, ese egocentrismo y esa fatídica alienación ante el mundo"

Otro factor es la influencia de los medios masivos de comunicación con su carácter narcotizante, generador de un neoanalfabetismo hiperinformatizado a la vez que acrítico y desapasionado, a lo que se suma la pérdida de claridad de las funciones sociales de los individuos ante la reestructuración de las relaciones laborales. Todos ellos son emblemas de la instrumentalidad de la razón.

Sin rol específico que identifique la pertenencia a algún grupo social, sin pasión más que para ciertos eventos deportivos y con todas las posibilidades tecnológicas de comunicación a su alcance, el sujeto de hoy no puede sentirse expresado en un discurso omniabarcativo a pesar de la transculturalidad de todo lo recién mencionado. Puede identificarse por lo que consume: noticias, vestimenta, diversión.

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Pero los elementos de consumo no están elaborados para permanecer, sino para ser agotados. Y, así, la elaboración de la angustia ante la falta de un discurso de permanencia se posterga ante nuevas posibilidades de consumo.

Cuando se vuelve sobre esta realidad, el hermeneuta se encuentra con que falta el discurso fundante capaz de abarcar el abanico de diferencias propio de todo imaginario social. Falta el deseo de compromiso porque es imposible reconocer a qué grupo se pertenece, en consecuencia, las instituciones pierden credibilidad y la efectividad de las normas se torna cuestionable, cuando no nula e inconcebible.

Hay más bien una conciencia de estar en tránsito, sin materiales tabú que puedan interferir en las decisiones particulares, antes que una conciencia reconciliadora, guardiana del orden y la permanencia de las tradiciones.

Si la lógica de la identidad suponía una subjetividad constitutiva de significado, ya no se puede seguir pensándola así. La identidad, hoy, refiere más bien a una autotrascendencia personal y autónoma que a un supuesto de reconocimiento sustancial de reconciliación política y cultural.

Si de lo que se trata es de vivir al día, ya sea por cuestiones de falta de estabilidad laboral o por falta de solidez en los vínculos afectivos o de proyectos personales, el sujeto es incapaz de reconocerse como actor de su propia vida en donde lo imprevisible - que debería ser sólo un contribuyente al propio destino- se convierte en el acontecimiento por excelencia.

Sólo cuando el sujeto sea capaz de reconocer la unidad del relato que es su propia vida, podrá hablarse de una identidad cultural o identidad ética. Sólo un sujeto con estima de sí puede decidir sobre lo que es conveniente o beneficioso entre la cantidad y variedad de ofertas que se le presentan al estar expuesto continuamente y sin de otro referente que no sea su sí mismo.

Pertenencia, estima de sí y autonomía

La estima de sí supone un juicio moral de situación y, por lo tanto, un carácter mediador. Esta se complementa con el respeto de sí como constitutivo básico de cualquier identidad "porque cuando en situaciones concretas la norma no puede ser una guía para la praxis, la estima de sí no sólo es una fuente, sino también un recurso para el respeto de sí, y es de esta relación entre situación ética (estima de sí) y norma moral (respeto de sí) que surge toda sabiduría práctica del juicio moral en situación"

En consecuencia, sólo cuando se vislumbra un horizonte donde la prudencia hace de cable a tierra puede pensarse en una obligación moral que evite la mala acción y el desinterés; por ello, no es difícil comprobar el bajo y hasta nulo nivel de autoestima de los individuos en cualquier sociedad en crisis, pero especialmente en la nuestra.

La tarea del hermeneuta es, entonces, repensar los supuestos que permitan recuperar la posibilidad de la autoestima y de la estima en la relación con el otro, de vislumbrar un horizonte de sentido que vaya más allá de la pantalla de televisión y de recrear los espacios en los que la discusión, el debate público sean posibles. Sin estos requisitos elementales, superar la crisis parece imposible, y el discurso de la identidad sería mesiánico y no humano.

De lo que se trata, cuando se habla de identidad cultural, es de aceptar al otro como parte necesaria para un sí mismo y para toda la comunidad que conforme el imaginario.

Mantenerse en la indiferencia es sólo posible para un pensamiento que no le interesa el obrar. Desde esta actitud errante, se privilegia lo fragmentario y la falsa autonomía, condiciones sobre las cuales es muy fácil encontrar testimonio en la actualidad.

La acción humana requiere siempre proyectos que la orienten; y así, es posible pensar la identidad cultural cuando me reconozco parte fundamental, imprescindible y responsable de la efectivización de los proyectos desde el lugar donde realice mi obrar: educación, política, administración, etc.

Si bien, como dice Adorno, no hay valor para pensar el todo, porque se duda en poder transformarlo, se trata de seguir intentando. El primer camino será el reencontrar el sentido de la experiencia de pertenecer a una comunidad sabiendo que los sistemas de exclusión son tan fuertes que han llegado a erosionar las bases mismas de la cultura (la cooperación intersubjetiva parece funcionar de maravillas cuando se trata de luchar contra los peligros de la naturaleza o de los ataques de otros grupos desestabilizadores y menos desinhibidos, pero esto más como instinto de supervivencia que como cuidado moral o autocrítica social).

Se trata de reconfigurar la realidad. De hecho, hoy, se oyen voces que claman seguridad, respeto, orden que quieren ser tolerantes sin verse maltratadas. Estos son vestigios inconfundibles de una identidad que no quiera verse asfixiada y que quiere superar la desagradable idea de que el otro, por ser otro, sea el enemigo.

Se trata de reinstalar la confianza, la esperanza, la utopía de una vida mejor.

La ideología tecnocrática sólo busca alimentarse a costa de cualquier sacrificio humano. Ya varias décadas atrás, se había visualizado el inminente peligro de la tecnocratización de la vida. Lo que ayer era inminente, hoy es real, está vigente y, si bien han surgido grupos contestatarios que privilegian la vida por sobre los adelantos tecnocráticos, esto es aún insuficiente desde una perspectiva humanitaria y ecológica.

Falta el replanteo radical, drástico, del rol del hombre en una sociedad que ofrezca no sólo oportunidades -cada vez menores- de empleo y -cada vez mayores- de consumo. Mientras falte la estabilidad política, económica, educativa y/o laboral; mientras no existan leyes que amparen, protejan y orienten a todos los individuos por igual sin privilegios y sin encubrimientos; mientras que la vida se vea amenazada, no se podrá saber con claridad de qué hablamos cuando decimos que hablamos de identidad cultural.

Si la ideología deforma y la utopía está en retirada, se trata de alcanzar la convicción, desde uno mismo, de que las soluciones de los problemas son posibles sin soluciones irracionales o teñidas de odio, sino respetuosas de la vida por sobre todas las cosas, ya que no hay identidad donde no hay vida, y la nuestra corre cada vez más serios peligros.

Gaston Amor

Diego Garcia

fgarcia[arroba]speedy.com.ar

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